Había vivido tanto tiempo sola que ya se habían borrado de su mente las reglas de la sociedad, así, todos los días en las mañanas, iba al río más cercano a su casa a buscar agua, de ida corriendo y cantando y de regreso silbando feliz.
Comía abundante en la mañana, al mediodía un buen almuerzo y luego en las tardes solo agua. Su rutina comenzaba temprano, ordenaba su casa, iba a buscar agua, daba de comer a sus animales, regaba el huerto, leía un libro, miraba el cielo y sonreía.
Un día algo imprevisto pasó, alguien llegó, un pariente, había pasado tanto tiempo, él se veía viejo, cansado, era su hijo. Ella no quería partir, dejar su granja, aceptó por cortesía, pero no quería.
Cuando iban de camino a la ciudad, mientras su hijo hablaba de todas las maravillas de la vida moderna, ella observaba por la ventana, las imágenes joviales de los carteles publicitarios, la forma de vestir de las personas, el caminar senil de los transeúntes.
No conocía a su nuera, pero fue mayor la sorpresa al ver a sus nietos, los abrazó y sintió de pronto el tiempo. Luego comieron mirando televisión, ella nunca la había visto y le llamaron mucho la atención los bailarines y cantantes, que no superaban los veinte años. Llegó la noche. Le dieron una pequeña pieza para que durmiera, entró al baño, en su antigua casa no había espejos, se miró, le llamó la atención su cabello blanco, sus arrugas marcadas, las expresiones, no había visto en este lugar a nadie como ella, ni en la televisión, ni en los carteles, ni siquiera en la calle.
No durmió tranquila aquella noche, era la primera vez, desde hacia mucho tiempo, que no dormía bien, quiza desde que habia muerto su esposo. Su hijo al día siguiente le pidió que firmara unos papeles de la granja y, luego la llevo a un asilo, entonces, ella comprendió donde estaban los otros parecidos a ella, y sin embargo, eran tan distintos, alicaídos y lejanos.
Su hijo se fue, la dejó y ella le sonrió por última vez. Él no volvería y ella no duraría mucho tiempo en aquel lugar.
Comía abundante en la mañana, al mediodía un buen almuerzo y luego en las tardes solo agua. Su rutina comenzaba temprano, ordenaba su casa, iba a buscar agua, daba de comer a sus animales, regaba el huerto, leía un libro, miraba el cielo y sonreía.
Un día algo imprevisto pasó, alguien llegó, un pariente, había pasado tanto tiempo, él se veía viejo, cansado, era su hijo. Ella no quería partir, dejar su granja, aceptó por cortesía, pero no quería.
Cuando iban de camino a la ciudad, mientras su hijo hablaba de todas las maravillas de la vida moderna, ella observaba por la ventana, las imágenes joviales de los carteles publicitarios, la forma de vestir de las personas, el caminar senil de los transeúntes.
No conocía a su nuera, pero fue mayor la sorpresa al ver a sus nietos, los abrazó y sintió de pronto el tiempo. Luego comieron mirando televisión, ella nunca la había visto y le llamaron mucho la atención los bailarines y cantantes, que no superaban los veinte años. Llegó la noche. Le dieron una pequeña pieza para que durmiera, entró al baño, en su antigua casa no había espejos, se miró, le llamó la atención su cabello blanco, sus arrugas marcadas, las expresiones, no había visto en este lugar a nadie como ella, ni en la televisión, ni en los carteles, ni siquiera en la calle.
No durmió tranquila aquella noche, era la primera vez, desde hacia mucho tiempo, que no dormía bien, quiza desde que habia muerto su esposo. Su hijo al día siguiente le pidió que firmara unos papeles de la granja y, luego la llevo a un asilo, entonces, ella comprendió donde estaban los otros parecidos a ella, y sin embargo, eran tan distintos, alicaídos y lejanos.
Su hijo se fue, la dejó y ella le sonrió por última vez. Él no volvería y ella no duraría mucho tiempo en aquel lugar.
Fin.
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