Romina llegó tarde aquel día a su casa, besó a su marido que parecía dormir plácidamente, preparó una leche caliente, la tomó y luego fue a dormir abrazada a Alberto.
Al día siguiente se demoró en levantarse, no tenía apuro, ambos estaban pensionados. Sus hijos hacía meses que no viajaban a visitarlos y el almuerzo de hoy serían las sobras de ayer.
Invariablemente la vida de Romina se repetía día tras día. Compraba los alimentos, cocinaba, lavaba a Alberto, miraba la novela, en las tardes preparaba su leche y se acostaba feliz al lado de su marido.
Una mañana su modo de vivir cambiaría. Ambos vivían en un departamento en el tercer piso de un edificio.
Julio el vecino más cercano de Romina, había golpeado varias veces la puerta de su vecina insistiendo en que había un olor desagradable y que no podía salir de otra casa sino de la suya, Romina negaba dicho hedor y en su casa no dejaría entrar a nadie más que a sus hijos. Sin embargo, aquella mañana, Julio había conseguido el apoyo de otros vecinos y tras revisar todos los rincones del edificio, solo restaba la casa de Romina y Alberto. Ante la negativa de Romina, los vecinos llamaron a la policía, estos acudieron, Romina esta vez no pudo negarse; solo entró Julio acompañado de un policía.
Era evidente que el mal olor provenía de la casa de los ancianos, ambos olfateaban casi al unísono y sentían aumentar el mal olor a medida que se acercaban a la habitación donde se encontraba Alberto. Romina se interpuso alegando que su marido dormía y que no quería que lo molestasen, claro está que su vecino estaba decidido a revisar el hogar de punta a punta, aparto a la señora con su brazo, abrió la puerta y entró. Una bocanada de putrefacción llegó hasta su nariz, y tan pronto como entró, salió, corrió despavorido hacia fuera. El policía entró a la pieza, miró la cama y al ver el cuerpo en descomposición le dieron una serie de arcadas, que terminaron en vómitos. Romina entró a la pieza intentando explicarle a su marido muerto que los intrusos pronto se irían.
Romina no comprendió por qué se llevaron a Alberto, tampoco pudo entender cuando llegaron sus hijos llorando y lamentándose por la pérdida del padre.
Un tiempo después, ya viviendo con el hijo mayor, Romina mira por la ventana y espera con paciencia a que Alberto venga a buscarla y la lleve de nuevo a casa.
Sonríe, cuando al fin lo ve llegar...
Fin
Al día siguiente se demoró en levantarse, no tenía apuro, ambos estaban pensionados. Sus hijos hacía meses que no viajaban a visitarlos y el almuerzo de hoy serían las sobras de ayer.
Invariablemente la vida de Romina se repetía día tras día. Compraba los alimentos, cocinaba, lavaba a Alberto, miraba la novela, en las tardes preparaba su leche y se acostaba feliz al lado de su marido.
Una mañana su modo de vivir cambiaría. Ambos vivían en un departamento en el tercer piso de un edificio.
Julio el vecino más cercano de Romina, había golpeado varias veces la puerta de su vecina insistiendo en que había un olor desagradable y que no podía salir de otra casa sino de la suya, Romina negaba dicho hedor y en su casa no dejaría entrar a nadie más que a sus hijos. Sin embargo, aquella mañana, Julio había conseguido el apoyo de otros vecinos y tras revisar todos los rincones del edificio, solo restaba la casa de Romina y Alberto. Ante la negativa de Romina, los vecinos llamaron a la policía, estos acudieron, Romina esta vez no pudo negarse; solo entró Julio acompañado de un policía.
Era evidente que el mal olor provenía de la casa de los ancianos, ambos olfateaban casi al unísono y sentían aumentar el mal olor a medida que se acercaban a la habitación donde se encontraba Alberto. Romina se interpuso alegando que su marido dormía y que no quería que lo molestasen, claro está que su vecino estaba decidido a revisar el hogar de punta a punta, aparto a la señora con su brazo, abrió la puerta y entró. Una bocanada de putrefacción llegó hasta su nariz, y tan pronto como entró, salió, corrió despavorido hacia fuera. El policía entró a la pieza, miró la cama y al ver el cuerpo en descomposición le dieron una serie de arcadas, que terminaron en vómitos. Romina entró a la pieza intentando explicarle a su marido muerto que los intrusos pronto se irían.
Romina no comprendió por qué se llevaron a Alberto, tampoco pudo entender cuando llegaron sus hijos llorando y lamentándose por la pérdida del padre.
Un tiempo después, ya viviendo con el hijo mayor, Romina mira por la ventana y espera con paciencia a que Alberto venga a buscarla y la lleve de nuevo a casa.
Sonríe, cuando al fin lo ve llegar...
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