Sabía que esa noche sería difícil, que no podría dormir aunque el cansancio fuera irresistible.
No podía dejar de pensar y daba vuelta tras vuelta en la cama enorme y vacía. Se sentó en la orilla de la cama y lloró amargamente, derramó las lágrimas que no había derramado durante el día, porque tenía que ser fuerte, porque ahora era papá y mamá.
El día había sido intenso, el funeral, el hogar invadido por desconocidos, personas a las que conocía y familiares que hubiese preferido que no estuvieran, algún amigo, alguna amiga más allá. Caras tristes, manos temblorosas. Alguien lloraba en una esquina, sentado en una silla su tristeza era tan conmovedora que no pudo acercarse a él.
Los pequeños que no comprenden realmente la muerte corrían alborotados y peleaban por un muñeco, una madre retó a su hijo quien parece no comprender el mal humor y la ofuscación de aquella mujer.
Sabía que, de aquella gente volvería a ver a tres o a cinco en los siguientes meses, después no volverían. Sabía que sus hijos no hablarían al respecto, que en los próximos años guardarían el dolor por dentro, como un cáncer que no puede ser extirpado y del cual, no vale la pena quejarse. Sabía que ya no habría discusiones banales, que no habría más celos tontos, sabía también que la palabra "amor" cobraba un nuevo sentido.
Lo que no sabía, es que aquella noche al ir a dormir, sin querer pronunciaría su nombre en voz alta y sin querer, reclamaría también en voz alta preguntando ¿por qué te fuiste?, lo que no podría haber sabido es que la voz de quien amaba respondería “Yo nunca, nunca me iría de tu lado”.
Fin. Tal vez...
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2 comentarios:
Precioso. Me has dejado con una gran pena al leerlo. La muerte de una madre es algo muy triste. Y más cuando los niños, aún son niños.
Un abrazo.
Me has dejado con el corazón chiquito. Y ese final no lo esperaba!
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