Cuenta la historia que Ulises Ortega nunca tuvo miedo y lo más importante, nunca dio un paso atrás.
El primer hombre que murió en sus manos casi fue un accidente, por salir a defender a una moza. “El gringo” le decían y como siempre, andaba pasado de copas, aquel día “el Gringo” intentó manosear a una muchachita y Ortega que iba pasando, no pudo evitar intervenir. De pocas palabras, Ortega le asestó un puñetazo tal al gringo que le hizo saltar un diente, el diente voló dibujando un medio círculo perfecto y cayó, allí “El gringo” sacó un cuchillo e intentó estocar a Ortega. Ortega dio un paso al costado, “El gringo” pasó de largo como micro llena y Ortega aprovechó, en un revés tomó del brazo al gringo que cayó ensartándose su propio cuchillo.
“Va a ser mejor que te escapes, Juárez te vio y es conocido de los amigos del gringo, seguro que ahora fue a contarles”, le dijo la muchachita que acababa de salvar. Ortega la observó con la mirada perdida, era la primera vez que mataba a un hombre y ahora se enteraba que había matado a un asesino, con fama de cuchillero, violador y matrero. “Yo no me escapo de nadie” atinó a decir y sacó el puñal del estómago del gringo, lo empuñó y así comenzó la leyenda del “Huaso Leal”.
El viaje al sur tuvo que hacerlo después de 17 muertos, para entonces, lo buscaban asesinos, parientes de asesinos y la policía.
Iba a viajar en tren de Santiago a Temuco, la plata y los buenos modales no le faltaban, así que se había buscado un buen asiento. Mientras esperaba el tren cerca del andén esa madrugada, encendía un tabaco cuando vio tropezar a un paisano con otro que llevaba un enorme espejo, el espejo se hizo pedazos y Ortega, sin dudarlo, se apresuró a tenderle una mano al causante de tal accidente.
El patrón del peón y dueño del espejo, no tuvo mejor idea que insultar de arriba abajo al pobre accidentado, Ortega hubiese querido plantarle un palmazo al maleducado que no dejaba de decir huevon aquí y huevon allá, pero se contuvo, porque el hombre al que le había tendido la mano, le hacía ademanes para que no haga nada. “Aquí tiene lo que cuesta su vidrio po’ ñor” sacó del bolsillo la plata y se la dio al patrón que abría los ojos grandes como sapo al ver el billete. La cosa no pasó para más, Leal que así se llamaba el accidentado agradeció la mano y Ortega subió al tren que lo llevaría al sur.
La casualidad, que no existe, hizo que viajara junto a Leal quien, por su parte, le contó la historia de su vida, a Ortega no le interesaba, pero escuchó pacientemente porque, mal que mal, el camino era largo.
Leal se había enamorado de una sureña, y había estado juntando plata para comprar un pedazo de chacra allá, cerca de donde nació su mujer, el problema es que, si no llegaba en quince días más tendría que volverse a la capital con su mujer, por terminó del plazo del contrato. Ahora que al fin tenia los papeles de la tierra, solo tenía que llegar con su mujer y sus hijos, allá donde se perdió el poncho.
Llegaron tarde a Temuco, Leal seguiría hacia Osorno, donde ya estaba su mujer, pero no quería irse sin invitarle un vaso de vino a aquel que lo había ayudado.
- Oiga Ortega, conozco aquí cerca una fonda donde podemos comer y tomar algo, mientras hago tiempo para partir mañana en la mañana, gustaría, yo le invito
- Pfff faltaba más, negarle un vaso de vino jamás, usted dirá
- Ja, ja, muy bien, vamos pue’.
-
Ortega y Leal tomaron sus bolsos, salieron despacio caminando hacia la fonda, detrás de ellos otro grupo de tres hombres parecían marcar el mismo camino. Conversaban sobre banalidades, ¿lloverá? Por acá no nieva, ¿verdad?, y otras cosas por el estilo, cuando a mitad de camino, tomaron un atajo por un baldío, - sígame Ortega por acá llegamos más rápido-
Mejor hubiese sido no entrar en ese camino, los tres hombres que los seguían desde la terminal no tardaron en alcanzarles, y en medio del baldío sacaron cuchillo y revolver. Ortega, ávido en peleas callejeras no tardó en despacharse a uno de los forajidos, cuando de repente, un disparo le rozó una ceja y tiró de bruces a Leal, era si mal no recordaba la segunda persona amiga que era herida por su culpa, por eso, no tenía amigos. Más rápido que rata de campo, le abrió un tajo al bandido y el tercero intentó escapar, pero Ortega se abalanzó sobre él y a puñetazos le quitó la vida.
- Ta madre, Leal, aguante que lo llevo pa’ la posta –dijo Ortega mientras intentaba levantar al hombre que se desangraba.
- No, no, no me mueva, déjeme que le pida un favor… –las palabras se le quedaron en la garganta, en su lugar broto sangre, como un perro con rabia, Leal se moría-
- Aguante mierda, ‘ta madre.
- No me conocen, el dueño de las tierras, en el sur nadie me ha visto, llevé los papeles Ortega.
Allí murió un hombre y al día siguiente otro se apeaba a un caballo y partía al sur en una travesía que demoraría tres días.
Al llegar a Osorno, no encontró más que bares de mala muerte en lo que se suponía era plena ciudad. No entró, no por falta de ganas, sino para hacerle honor al nombre que ahora llevaba, dio media vuelta y continuó camino, preguntó por la dirección a los granjeros y cuanto ser se encontraba en la senda. Las instrucciones eran claras más allá, cerca del río, pasando la loma, antes de las vacas negras, donde está el árbol caído, cruzando el puente, ahí nomás, siga derecho.
Justo ahí había una casita, como pintada, un verde prado en frente, atrás una hermosa montaña y en un costado el sol en lo alto, ahora entendía el empeño de aquel hombre.
- Ya le dije señora, sino me muestra los papeles agarra sus pilchas y se manda a cambiar, acá conmigo, está el comisario.
- Si señora va tener que disculpar, pero el concejal Aranda reclama estas tierras y si uste’ no tiene papeles que digan lo contrario va a tener que mandarse mudar.
Apeado en caballo había llegado un hombre y había escuchado la conversación
- De acá no se muda nadie, acá están los papeles y esa china es mi mujer, dueña de estas tierras, así que pasando noma’
La mujer no dijo nada, quizá por el asombro, quizá por el miedo de quedar en la calle o simplemente porque, aquel hombre la llamó “dueña de estas tierras”
El comisario se acercó miró los papeles, encontró todo en regla, saludó con un gesto a Leal y les dijo a sus acompañantes que se retiraran, claro, no falto un cruce de miradas rancias entre algunos partidarios de Aranda y Leal.
Leal permaneció sentado tapaba con su poncho una mano en el cuchillo, la otra descubierta en los papeles, estaba incrédulo de que por primera vez la palabra de un papel valía más que 12 sables.
Fin. Tal vez...
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El primer hombre que murió en sus manos casi fue un accidente, por salir a defender a una moza. “El gringo” le decían y como siempre, andaba pasado de copas, aquel día “el Gringo” intentó manosear a una muchachita y Ortega que iba pasando, no pudo evitar intervenir. De pocas palabras, Ortega le asestó un puñetazo tal al gringo que le hizo saltar un diente, el diente voló dibujando un medio círculo perfecto y cayó, allí “El gringo” sacó un cuchillo e intentó estocar a Ortega. Ortega dio un paso al costado, “El gringo” pasó de largo como micro llena y Ortega aprovechó, en un revés tomó del brazo al gringo que cayó ensartándose su propio cuchillo.
“Va a ser mejor que te escapes, Juárez te vio y es conocido de los amigos del gringo, seguro que ahora fue a contarles”, le dijo la muchachita que acababa de salvar. Ortega la observó con la mirada perdida, era la primera vez que mataba a un hombre y ahora se enteraba que había matado a un asesino, con fama de cuchillero, violador y matrero. “Yo no me escapo de nadie” atinó a decir y sacó el puñal del estómago del gringo, lo empuñó y así comenzó la leyenda del “Huaso Leal”.
El viaje al sur tuvo que hacerlo después de 17 muertos, para entonces, lo buscaban asesinos, parientes de asesinos y la policía.
Iba a viajar en tren de Santiago a Temuco, la plata y los buenos modales no le faltaban, así que se había buscado un buen asiento. Mientras esperaba el tren cerca del andén esa madrugada, encendía un tabaco cuando vio tropezar a un paisano con otro que llevaba un enorme espejo, el espejo se hizo pedazos y Ortega, sin dudarlo, se apresuró a tenderle una mano al causante de tal accidente.
El patrón del peón y dueño del espejo, no tuvo mejor idea que insultar de arriba abajo al pobre accidentado, Ortega hubiese querido plantarle un palmazo al maleducado que no dejaba de decir huevon aquí y huevon allá, pero se contuvo, porque el hombre al que le había tendido la mano, le hacía ademanes para que no haga nada. “Aquí tiene lo que cuesta su vidrio po’ ñor” sacó del bolsillo la plata y se la dio al patrón que abría los ojos grandes como sapo al ver el billete. La cosa no pasó para más, Leal que así se llamaba el accidentado agradeció la mano y Ortega subió al tren que lo llevaría al sur.
La casualidad, que no existe, hizo que viajara junto a Leal quien, por su parte, le contó la historia de su vida, a Ortega no le interesaba, pero escuchó pacientemente porque, mal que mal, el camino era largo.
Leal se había enamorado de una sureña, y había estado juntando plata para comprar un pedazo de chacra allá, cerca de donde nació su mujer, el problema es que, si no llegaba en quince días más tendría que volverse a la capital con su mujer, por terminó del plazo del contrato. Ahora que al fin tenia los papeles de la tierra, solo tenía que llegar con su mujer y sus hijos, allá donde se perdió el poncho.
Llegaron tarde a Temuco, Leal seguiría hacia Osorno, donde ya estaba su mujer, pero no quería irse sin invitarle un vaso de vino a aquel que lo había ayudado.
- Oiga Ortega, conozco aquí cerca una fonda donde podemos comer y tomar algo, mientras hago tiempo para partir mañana en la mañana, gustaría, yo le invito
- Pfff faltaba más, negarle un vaso de vino jamás, usted dirá
- Ja, ja, muy bien, vamos pue’.
-
Ortega y Leal tomaron sus bolsos, salieron despacio caminando hacia la fonda, detrás de ellos otro grupo de tres hombres parecían marcar el mismo camino. Conversaban sobre banalidades, ¿lloverá? Por acá no nieva, ¿verdad?, y otras cosas por el estilo, cuando a mitad de camino, tomaron un atajo por un baldío, - sígame Ortega por acá llegamos más rápido-
Mejor hubiese sido no entrar en ese camino, los tres hombres que los seguían desde la terminal no tardaron en alcanzarles, y en medio del baldío sacaron cuchillo y revolver. Ortega, ávido en peleas callejeras no tardó en despacharse a uno de los forajidos, cuando de repente, un disparo le rozó una ceja y tiró de bruces a Leal, era si mal no recordaba la segunda persona amiga que era herida por su culpa, por eso, no tenía amigos. Más rápido que rata de campo, le abrió un tajo al bandido y el tercero intentó escapar, pero Ortega se abalanzó sobre él y a puñetazos le quitó la vida.
- Ta madre, Leal, aguante que lo llevo pa’ la posta –dijo Ortega mientras intentaba levantar al hombre que se desangraba.
- No, no, no me mueva, déjeme que le pida un favor… –las palabras se le quedaron en la garganta, en su lugar broto sangre, como un perro con rabia, Leal se moría-
- Aguante mierda, ‘ta madre.
- No me conocen, el dueño de las tierras, en el sur nadie me ha visto, llevé los papeles Ortega.
Allí murió un hombre y al día siguiente otro se apeaba a un caballo y partía al sur en una travesía que demoraría tres días.
Al llegar a Osorno, no encontró más que bares de mala muerte en lo que se suponía era plena ciudad. No entró, no por falta de ganas, sino para hacerle honor al nombre que ahora llevaba, dio media vuelta y continuó camino, preguntó por la dirección a los granjeros y cuanto ser se encontraba en la senda. Las instrucciones eran claras más allá, cerca del río, pasando la loma, antes de las vacas negras, donde está el árbol caído, cruzando el puente, ahí nomás, siga derecho.
Justo ahí había una casita, como pintada, un verde prado en frente, atrás una hermosa montaña y en un costado el sol en lo alto, ahora entendía el empeño de aquel hombre.
- Ya le dije señora, sino me muestra los papeles agarra sus pilchas y se manda a cambiar, acá conmigo, está el comisario.
- Si señora va tener que disculpar, pero el concejal Aranda reclama estas tierras y si uste’ no tiene papeles que digan lo contrario va a tener que mandarse mudar.
Apeado en caballo había llegado un hombre y había escuchado la conversación
- De acá no se muda nadie, acá están los papeles y esa china es mi mujer, dueña de estas tierras, así que pasando noma’
La mujer no dijo nada, quizá por el asombro, quizá por el miedo de quedar en la calle o simplemente porque, aquel hombre la llamó “dueña de estas tierras”
El comisario se acercó miró los papeles, encontró todo en regla, saludó con un gesto a Leal y les dijo a sus acompañantes que se retiraran, claro, no falto un cruce de miradas rancias entre algunos partidarios de Aranda y Leal.
Leal permaneció sentado tapaba con su poncho una mano en el cuchillo, la otra descubierta en los papeles, estaba incrédulo de que por primera vez la palabra de un papel valía más que 12 sables.
Fin. Tal vez...
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