La pequeña Mariana juega con sus ositos, su gatito se acurruca tiernamente al lado de ella y ronronea. Ella creció y su gato envejeció, duerme en sus rodillas mientras hace su tarea.
Un día Mariana llega a casa y su mascota fiel, ya no está, murió. Nunca más se dijo, nunca más volveré a tener un gatito.
Esta mañana está sola en casa, los hombres están fuera y ella se dispone a ordenar. Como en los antiguos rituales que no podían iniciarse sin el son de los tambores, prende la radio, y si bien la música dista bastante de aquellas melodías tribales, aun se reconocen acordes que merecen pasar al olvido. Alegre, por naturaleza, va y viene encontrando nuevos quehaceres.
Su casa no es grande, tres piezas, un baño, la cocina y el living comedor, pero cuando de ordenar se trata este lugar se vuelve increíblemente enorme, un laberinto de medias tiradas, un volcán de juguetes desparramados y más allá las amazonas de lápices y papelitos que papá e hijo utilizaron ayer y no se dignaron a levantar.
En la mitad de la mañana, un antojo de mujer (no de embarazo, sino simplemente de mujer) la invade, va hasta la heladera en busca del último trozo de pastel que quedó del día anterior, lo ve y lo devora, no sin sentirse culpable por el azúcar que ayudara a formar un futuro rollito en sus caderas. Va a tirar el envase de la torta cuando un sonido la inquieta.
Un maullido, sí, está segura de que se trata del maullido de un pequeño gato, abre la puerta de la cocina, sale al patio, pero no ve, ni escucha nada, entra a su hogar y continua, cual si nada sucediera.
No pasan más de quince minutos cuando de nuevo escucha algo, no logra ubicar de donde sale ese sonido, vuelve a escuchar al gatito, está segura que el sonido proviene del interior de su casa. Comienza por creer que su hijo ha adoptado a escondidas un minino dada su constante negativa por tener mascotas, va hasta su cuarto y comienza la búsqueda.
Mira debajo de las camas, en los armarios, en las cajas de los juguetes, entre las medias que había guardado, pero no ve nada. Nuevamente escucha el maullido, empieza a buscar en los lugares más inhóspitos, dentro de la heladera, en el freezer, la cocina, en la tina del baño, pero no encuentra nada.
Su marido está por llegar en una hora, se tienta a llamarlo por teléfono, pero lo piensa y se dice a si misma que ella puede encontrarlo, ya ha revuelto toda la casa, mira al entretecho y se da cuenta que allí no ha mirado nunca, el entretecho es un cielo falso y perfectamente se puede haber guardado un animal en ese espacio.
Muy precariamente acomoda una silla sobre una mesita, trepa y con el teléfono móvil se alumbra en la oscuridad de su entretecho, no ve nada, pero escucha el sonido. Al fin puede distinguir una dirección, a duras penas y a tientas logra subirse por la gatera y se dirige al lugar en el cual percibe el sonido.
Despacito avanzando a centímetros, se ve obligada a levantar la mano para encender su teléfono móvil que se apaga dejándola en la penumbra. Una mala maniobra daña el frágil suelo a sus pies y en un solo crujido, sin tiempo a reaccionar cede el cielo falso haciéndola caer de un solo costalazo al duro suelo de su living comedor.
No puede moverse, algo se ha quebrado, pero una sonrisa se ha dibujado en su rostro, el entretecho se ha venido abajo, sin embargo, eso carece de importancia, al fin ha reconocido el origen del maullido.
En la radio el locutor dice a gritos que “callen al gato” es el tema del día...
Fin.
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Un día Mariana llega a casa y su mascota fiel, ya no está, murió. Nunca más se dijo, nunca más volveré a tener un gatito.
Esta mañana está sola en casa, los hombres están fuera y ella se dispone a ordenar. Como en los antiguos rituales que no podían iniciarse sin el son de los tambores, prende la radio, y si bien la música dista bastante de aquellas melodías tribales, aun se reconocen acordes que merecen pasar al olvido. Alegre, por naturaleza, va y viene encontrando nuevos quehaceres.
Su casa no es grande, tres piezas, un baño, la cocina y el living comedor, pero cuando de ordenar se trata este lugar se vuelve increíblemente enorme, un laberinto de medias tiradas, un volcán de juguetes desparramados y más allá las amazonas de lápices y papelitos que papá e hijo utilizaron ayer y no se dignaron a levantar.
En la mitad de la mañana, un antojo de mujer (no de embarazo, sino simplemente de mujer) la invade, va hasta la heladera en busca del último trozo de pastel que quedó del día anterior, lo ve y lo devora, no sin sentirse culpable por el azúcar que ayudara a formar un futuro rollito en sus caderas. Va a tirar el envase de la torta cuando un sonido la inquieta.
Un maullido, sí, está segura de que se trata del maullido de un pequeño gato, abre la puerta de la cocina, sale al patio, pero no ve, ni escucha nada, entra a su hogar y continua, cual si nada sucediera.
No pasan más de quince minutos cuando de nuevo escucha algo, no logra ubicar de donde sale ese sonido, vuelve a escuchar al gatito, está segura que el sonido proviene del interior de su casa. Comienza por creer que su hijo ha adoptado a escondidas un minino dada su constante negativa por tener mascotas, va hasta su cuarto y comienza la búsqueda.
Mira debajo de las camas, en los armarios, en las cajas de los juguetes, entre las medias que había guardado, pero no ve nada. Nuevamente escucha el maullido, empieza a buscar en los lugares más inhóspitos, dentro de la heladera, en el freezer, la cocina, en la tina del baño, pero no encuentra nada.
Su marido está por llegar en una hora, se tienta a llamarlo por teléfono, pero lo piensa y se dice a si misma que ella puede encontrarlo, ya ha revuelto toda la casa, mira al entretecho y se da cuenta que allí no ha mirado nunca, el entretecho es un cielo falso y perfectamente se puede haber guardado un animal en ese espacio.
Muy precariamente acomoda una silla sobre una mesita, trepa y con el teléfono móvil se alumbra en la oscuridad de su entretecho, no ve nada, pero escucha el sonido. Al fin puede distinguir una dirección, a duras penas y a tientas logra subirse por la gatera y se dirige al lugar en el cual percibe el sonido.
Despacito avanzando a centímetros, se ve obligada a levantar la mano para encender su teléfono móvil que se apaga dejándola en la penumbra. Una mala maniobra daña el frágil suelo a sus pies y en un solo crujido, sin tiempo a reaccionar cede el cielo falso haciéndola caer de un solo costalazo al duro suelo de su living comedor.
No puede moverse, algo se ha quebrado, pero una sonrisa se ha dibujado en su rostro, el entretecho se ha venido abajo, sin embargo, eso carece de importancia, al fin ha reconocido el origen del maullido.
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